Conocer las características del suelo y analizar las necesidades de abono real, junto a técnicas de reducción del laboreo, ayudan a evitar emisiones de gases de efecto invernadero y recortan el uso de fertilizantes hasta en un 50 por ciento.
La agricultura tiene una doble relación con el cambio climático. Por una parte, está claramente afectada por él; y, por otra, también contribuye al fenómeno en tanto que es una fuente de emisiones de gases de efecto invernadero. En este segundo papel, solo en Europa aporta el 10 por ciento de los GEI emitidos, en datos de la Agencia Europea de Medio Ambiente, concretamente dióxido de carbono, óxido nitroso y metano. En España, del 60 por ciento de las emisiones de los sectores difusos, en los que se incluyen agricultura y la ganadería, estas aportan porcentajes similares, según la Oficina de Cambio Climático del Mapama. Las emisiones de origen agrícola se generan principalmente en procesos de la agricultura intensiva, por el uso de fertilizantes nitrogenados y el consumo de combustibles fósiles y, en la ganadería, por los gases de la digestión de las vacas. Pero ninguno de estos factores son inevitables y esas emisiones se pueden reducir con la introducción de cambios en las prácticas agrícolas, de la agricultura convencional especialmente, y ganando eficiencia en tanto en la fertilización de los cultivos como en el uso de combustibles.
En los Acuerdos de París de la COP21 se reconoce la capacidad potencial de la agricultura para aumentar las absorción de CO2 de los suelos agrarios. Y, por ello, es de prever que en el futuro la PAC (Política Agraria Común) tengan un papel relevante los objetivos ambientales de cara al cumplimiento de los compromisos contraídos por la UE en París. Donde, por cierto, el gobierno francés lanzó la iniciativa 4×1.000 a la que España se adhirió, y cuyo objetivo es aumentar la capacidad de los suelos agrícolas para absorber CO2 en un 0,4 por ciento.
Así pues, en las explotaciones agrícolas habrán de producirse modificaciones en la gestión e incorporar nuevas prácticas agrarias que, seguramente, supondrán dificultades, pero también serán una vía para alcanzar una mejor eficiencia y productividad, así como ahorro de costes en el medio y largo plazo. Ya hay movimientos e iniciativas en este sentido y muchos agricultores han empezado a aplicar nuevos métodos en la gestión de sus cultivos que, entre otras cosas, reducen el impacto ambiental de su actividad, especialmente en lo que se refiere a emisiones y consumo de energía. Es decir, trabajan directamente en mitigación del cambo climático. Y han visto ya resultados.
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Retener CO2 en el suelo
Juan Ramón López es un agricultor con 20 años de vida profesional, gestiona 240 hectáreas de secano en Tierra de Campos, en Valladolid, donde cultiva «trigo, cebada, avena girasol, guisantes proteicos, lentejas, etc., se van rotando, pero básicamente los cultivos propios de esta tierra». Practica desde hace ya más de 15 años la agricultura de conservación, que conoció mientras estudiaba Ingeniería Técnica Agrícola, y «cuando tuve la oportunidad de tomar decisiones en la explotación de la familia, la apliqué. Resulta duro cambiar todo lo que habíamos estudiado y hecho. Fue arriesgado y se tienen muchas dudas al empezar. Pero era algo bonito y nuevo».
La agricultura de conservación elimina el laboreo, mantiene una cobertura de restos vegetales sobre el suelo y practica la rotación de cultivos. Pero su práctica más característica es la siembra directa, en el caso de los cultivos herbáceos (cereales, leguminosas, oleaginosa, etc.), que se realiza directamente sobre la cobertura vegetal, los rastrojos que han quedado tras la recolección del cultivo anterior. «Esos restos que se dejan se van descomponiendo y aportan materia orgánica al suelo». Este es uno de los puntos fuertes de esta técnica agrícola en relación con el cambio climático: favorece la permanencia del CO2, que las plantas tomaron de la atmósfera para realizar la fotosíntesis, en el suelo en vez de lanzarlo a la atmósfera; proceso que sí ocurriría si, al romperse esos restos con un laboreo previo a la siembra, entrara el dióxido de carbono en contacto con el oxígeno. «Es un proceso químico, pero es lo del famoso sumidero de carbono. Nuestra agricultura descontamina y es más respetuosa». Adicionalmente esta permanencia de los residuos de cultivos proporciona otros beneficios al suelo, como evitar su erosión, reducir la escorrentía, y también retener el agua y disminuir su evaporación manteniendo así la humedad. Por eso, en cultivos de secano los rendimientos son mayores que en el manejo convencional.
López hoy hubiera sido un innovador, en aquel momento su motivación para lanzarse a esta técnica estuvo guiada porque «había que hacer algo para sacarle más rentabilidad a esta agricultura de secano que tenemos. O tienes mil hectáreas o lo que tienes lo haces producir con muy poco gasto, para poder ser competitivo». Los resultados en cuanto a mejor rentabilidad, «se empiezan a ver casi desde el primer año y a medida que pasan los años va habiendo más. También da problemas, que no nos habían enseñado cómo solucionar. Porque en España no se estudia ninguna asignatura sobre siembra directa o agricultura de conservación en las escuelas de Agronomía. Y es más que la convencional».
La producción aumenta algo más y se reducen los costes de cultivo y el número de horas de trabajo, «y como la tierra tiene más vida, hay más lombrices y materia orgánica puedo reducir la aplicación de fertilizantes, que es uno de los gastos más importantes que tenemos». En su caso emplea «abono granulado y lo clavo en el mismo surco de la siembra, cada 20 cm se introduce el abono junto al grano. Yo he reducido de un 40 a un 50 por ciento el fertilizante consumido».
Preparando el futuro
La explotación familiar que dirige Javier Alejandre está en la comarca del Campo de Gómara, Soria. 150 hectáreas de cereales, trigo, girasol, colza y beza. Y fue una de las 33 que participaron en el proyecto piloto «Cambia, no dejes huella» de la Unión de Pequeños Agricultores, en la que también es asesor técnico. Con esta iniciativa se buscaba «algo tan sencillo como saber cómo estaba en España el conocimiento del cálculo de la huella de carbono en la agricultura, puesto que en Europa empresas de distribución ya quieren conocer esa huella de los productos, porque los consumidores empiezan a tenerlo en cuenta en su compra. En Francia e Inglaterra, por ejemplo, ya había procesos para medir la huella de carbono en productos estándar. Pero nosotros no sabíamos nada de nuestras producciones y, en cambio, sí sabíamos ya que el cambio climático iba a ser un problema mundial para la agricultura, en concreto para la española, por las derivadas que conlleva y también en el aspecto puramente comercial».
El proyecto se proponía medir la huella de carbono de 120 productos, «para analizar y saber dónde estábamos. La idea era detectar qué actuaciones emiten más, para poder aplicar acciones sobre esos procesos concretos». Para ello se estudiaron 33 explotaciones «que fueran representativas de las distintas zonas, en Galicia, Aragón, Madrid, Murcia y Castilla y León, y con diferentes cultivos. También hicimos auditorías energéticas, para conocer la eficiencia en el uso de energía en explotaciones agrícolas y ganaderas. Trece de las explotaciones aplicaron medidas correctoras que propusimos en el proyecto».
Entre las prácticas agrícolas, la mayor parte de las emisiones «estaban relacionadas con el suelo, básicamente por dos aspectos: uno, derivado de la fertilización nitrogenada, que produce liberación de óxido nitroso, que como gas de efecto invernadero es más nocivo que el CO2. Y, la otra, el de la transformación de la materia orgánica». Ahí la conclusión clara, explica Alejandre, «para reducir las emisiones es fundamental hacer un plan de abonado correcto, y para ello hay que conocer las características del suelo, cómo está y cuáles son realmente sus necesidades para abonarlo correctamente y conforme a lo que necesitan las plantas. La cuestión es que, en general, los agricultores no hacen análisis del suelo y no fertilizan de acuerdo con sus necesidades reales y se dejan llevar por las prácticas tradicionales. Pero si se hacen las cosas bien y adecuadamente, se pueden acomodar las dosis de fertilizante a las necesidades del cultivo que se vaya a poner, en función de la fertilidad. Eso es absolutamente fundamental».
Una conclusión que sacaron en claro fue que «es mucho mejor cambiar el reparto de las dosis del fertilizante. Lo habitual es repartirlo en dos, pero hemos visto que si se hace en tres o cuatro es mejor. Porque el nitrógeno que no se queda la planta se lo lleva el agua; mientras que, si se pone la misma cantidad pero en dos veces, la planta lo aprovecha mejor y se reducen posibles contaminaciones de acuíferos. Aunque se consuma algo más de gasoil, en el balance total se reducen emisiones». Su experiencia personal lo confirma: «en mi propia explotación lo hago así y estoy reduciendo entre un 15 y un 20 por ciento la dosis total de fertilizante. Es decir, estoy ahorrando dinero y reduciendo emisiones finales porque la cantidad de Nitrógeno es menor y las emisiones por volatilidad del Óxido nitroso que se genera, también. Y además, el rendimiento no se ve afectado. Que también es lo que buscamos». Por otra parte, «nosotros, la UPA, estamos también en la iniciativa 4×1000; así que por mi parte también estoy avanzando en las técnicas de mínimo laboreo, aunque en mi caso lo que hago es un sistema hibrido entre un mínimo laboreo y siembra directa». Por eso, también puede aportar otro dato: «cuando empecé en la actividad venía a consumir unos 95 litros por hectárea de gasoil, y ahora estoy entorno a 35. Un ahorro muy importante, sobre todo teniendo en cuenta que se obtiene con la perspectiva de no reducir los rendimientos».
Al final, aunque el proyecto no disponía de fondos suficientes poder tomar mediciones de resultados después de aplicar los cambios y las mejoras, «lo importante fue que se definieron pautas y técnicas para poder reducir las emisiones, de forma que si se aplican se van a obtener los resultados que buscamos».
España es el país de la UE con más superficie dedicada a agricultura de conservación con siembra directa, con unas 700.000, en datos de la Asociación Española de Agricultura de Conservación. Suelos Vivos, –integrada por 11 asociaciones regionales, una de ellas la vallisoletana, presidida por Juan Ramón López, precisamente–, que forma parte de la Federación Europea de Agricultura de Conservación (ECAF, en sus siglas en inglés). Una de las ventajas que detectan los agricultores es la reducción del uso de combustible, en el que «desde el primer año se nota la diferencia al eliminar el laboreo. Si consumía 20.000 o 22.000 litros de gasoil, pasé a consumir entre cinco y siete mil». Por otra parte, también se prolonga la vida útil de la maquinaria: «un tractor laboreando normalmente dura de 12.000 a 13.000 horas; en agricultura de conservación, como son labores muy livianas, duran de 20.000 a 25.000 horas. Es decir, que en lo que yo tengo un tractor otros necesitan dos. Y es una máquina que cuesta lo mismo 90.000 euros. Más todo el mantenimiento: lubricante, neumáticos, etc. La maquinaria en agricultura es muy cara y aquí se reducen notablemente esos costes», explica López.